El «milagro» de Singapur: de desastre ambiental a ciudad verde

Está prohibido masticar o vender chicles, tirar colillas de cigarrillo en la calle, escupir, comer y/o beber en el subte, fumar en las entradas de los edificios y espacios verdes, no tirar la cadena en baños públicos, alimentar a los pájaros, dormir al aire libre y la lista sigue. En Singapur hay reglas para todo, incluso para el color de las casas. La primera vez que infringís alguna norma recibís una advertencia o multa, pero a la segunda no solo tenés que pagar: además estás obligado a limpiar los parques y, en algunos casos, tu foto sale publicada en el diario como escarmiento. Y sí, ¿quién dijo que la ecología no sería estricta?

Vista desde sus vecinos en el Sudeste Asiático, Singapur parece una nación improbable. Con apenas 719,9 kilómetros cuadrados, casi 6 millones de habitantes y cincuenta años de independencia, esta ciudad-estado se convirtió en un modelo de desarrollo, innovación tecnológica y respeto al medio ambiente. En una posición estratégica en el estrecho de Malaca, a mitad de camino entre China y Europa, tiene la población más rica del mundo con un PBI per cápita de 56 mil dólares anuales, el segundo puerto más transitado con 350 barcos diarios y la mayor biodiversidad en un área urbana con 65 especies de mamíferos, 390 tipos de pájaros, 110 variedades de reptiles y 2.000 animales marinos.

Imponente. La Bahía de Singapur, un mix de tecnología y naturaleza.

 

“Nuestra isla es una roca. Al no tener recursos naturales, ni espacio para sembrar, solo nos quedó apelar a la capacidad de nuestra gente”, dice David, un guía del Museo Nacional. La historia suena a épica. Singapura (“ciudad de leones”, en el malayo originario) había sido terreno de javaneses, malayos y portugueses. Colonizada por los británicos en 1819, fue invadida por Japón durante la Segunda Guerra Mundial.“Somos la única nación que ganó su independencia tras ser echados”, dice David y se ríe. Lo cierto es que Singapur consiguió su autonomía un poco de casualidad. Los desacuerdos ideológicos con la Federación de Malasia provocaron su expulsión y la obligaron a emprender una historia propia.

De ser un enclave de refrigeración de barcos se transformó en líder en química, electrónica y refinamiento de petróleo. Hubo otros cambios: la exaldea de pescadores, después de un siglo de comercio y pugnas territoriales, se convirtió en un chiquero. La mugre invadía las calles; los ríos estaban contaminados y superpoblados de barcazas. “Desastre ambiental irreversible” determinó Naciones Unidas en los ‘70. Se dice que el olor del agua era tan penetrante que parecía una cloaca a cielo abierto.

En 1977, ya con pleno empleo, comenzó la limpieza. Solo el primer día sacaron el equivalente a 32 elefantes de basura. Othman Bin Elias, un empleado público que participó en el saneamiento, cuenta que armaban cuadrillas por zonas para quitar los desechos con las propias manos. “El presidente quería que los extranjeros tuvieran una buena imagen del país”, agrega. Por ese entonces, Singapur viraba hacia una economía financiera y necesitaba aliados internacionales.

El trabajo duró diez años. Entre las tareas, el gobierno tuvo que reubicar a las empresas y a los 4000 asentamientos, incluyendo sus típicos puestos callejeros y vendedores ambulantes. Hoy el río tiene 200 especies (que, por supuesto, está prohibido pescar) y es patrullado diariamente. Además, hay programas educativos, como visitas guiadas para las escuelas y el proyecto Memoria, que conserva historias del río. El hábitat de tortugas, carpas y nutrias coincide con la zona elegante de la ciudad.

Pasado pisado. Así era el puerto en la Bahía de Singapur en 1977, con un exceso nocivo de barcos y barcazas.

 

La pulcritud y conciencia ecológica es parte de la identidad de los singapurenses y su principal atractivo turístico. Marina Bay combina todas estas características en una estrategia de seguridad militar. Postal de la ciudad, la estatua icónica del Merlion, mitad león y mitad pez, se empequeñece frente a un hotel en forma de transatlántico sostenido por tres rascacielos, el museo de Arte y Ciencias construido como una flor de loto, que junta agua de lluvia, y un puente futurista parecido a la estructura del ADN. En 2008, luego de un proceso de desalinización y construcción de una represa, la bahía pasó a ser el principal reservorio de agua potable, asegurándole a la población el recurso en caso de guerra. Sin fuentes propias naturales y con importaciones obligadas de países aledaños, no es raro que el agua se haya transformado en una política de Estado. A tal punto, que hoy Singapur es pionero en purificación y reutilización de la lluvia.

“Salvo el refinamiento de petróleo, su producción, principalmente electrónica y servicios financieros, no son ramas contaminantes de su economía. También influye un factor geográfico. Al ser un país pequeño, las políticas verdes son un elemento de supervivencia”, explica Gonzalo Ghiggino, especialista en inversiones asiáticas. En uno de los territorios más densamente poblados del planeta, ya hace dos años las áreas verdes alcanzaban el 46 por ciento del país y, según afirma Heng Chan, de la Autoridad de Redesarrollo Urbano, para el 2030 se espera que cada casa tenga un parque a menos de 400 metros.

Irrespirable. En los años 70, el hacinamiento en Singapur era alarmante.

 

El paisaje actual es el de una ciudad jardín, en sintonía con su influencia china e inglesa. Todo impecable, todo en su justo lugar. Una escenografía montada, diría alguno. Autos silenciosos, calles sin smog, amplias y limpias, tan limpias que hasta el menor ruido o colilla parecen aberraciones, se integran con edificios vidriados y vegetación espesa. Las sendas peatonales, incluso, tienen su correlato natural: en las avenidas, como la céntrica Napier Road, la flora fue pensada para que los animales (estorninos, colibríes, martín pescadores y 300 tipos de mariposas) se muevan entre el Parque Nacional y otras áreas verdes. Los llaman eco-puentes.

“Me aburro. Ya al año de haber llegado estaba aburrido”, cuenta Rickie, uno de los 2,5 millones de inmigrantes que residen en la ciudad. “Vas a ver que todos te van a decir lo mismo. El que tiene plata se va a otro país el fin de semana”, agrega, y no se equivoca. Nacido en Filipinas, criado en los Estados Unidos, llegó para hacer un máster y se quedó. Tras viajar por distintos continentes, afirma y repite que vivir en Singapur es, sobre todo, cómodo. La prohibición de comprar alcohol después de las diez de la noche y la falta de diversidad de teatros o cines no compiten contra el sistema de subte, la seguridad y los servicios hipereficientes. Igual, Rickie confiesa que cada vez que vuelve del exterior no se aguanta y se contrabandea tres paquetes de chicles.

El monopolio de los medios y censura por parte del Estado a muchos les parece un daño colateral ante el estándar de vida más alto del mundo y la mayor densidad de millonarios por metro cuadrado (nueve de cada cien habitantes lo son). Las demostraciones públicas de más de dos personas sin autorización de la policía son tan ilegales como las huelgas o las drogas. Los azotes son una condena válida y la pena de muerte se ha aplicado en algunos casos de tenencia de sustancias ilegales: 30 gramos de cannabis ya son considerados tráfico.

“Hay tantas reglas que uno no sabe si está cometiendo un delito sin saberlo” dice Kensan, un gestor cultural. “Igual, muchas normas no se aplican, salvo que un vecino se queje”, advierte. Lo cierto es que las denuncias en los vecindarios no son comunes, aunque el baldío donde Sanjay jugaba al fútbol un día apareció silenciado con nuevos árboles. El cree que los tamarindos plantados fueron consecuencia de los “ruidos molestos”.

Los parques se multiplican a lo ancho y a lo alto. De hecho, existe una ley que obliga a reponer con espacios verdes cada terreno construido. Shoppings con jardines terraza, rascacielos con laterales cultivados, balcones con enredaderas y universidades con techos parquizados forman parte de una naturaleza de diseño. La ecología en Singapur es una necesidad, un negocio y una estrategia. En el Botánico, donde se conserva una porción de la selva originaria, está también el jardín de orquídeas más completo del mundo. Además de ser la flor nacional, cada vez que el centro de investigaciones obtiene un híbrido exitoso, se lo bautiza con astucia geopolítica. Dendrobium Angela Merkel, Renantanda Akihito, Mokara Laura Bush o Paravanda Nelson Mandela son algunos de los nuevos tipos florales.

Diseño ecológico. Por ley, en Singapur hay que reponer con espacios verdes cada metro cuadrado construido. Los shoppings y edificios cumplen con jardines, terrazas y balcones.

 

Tal vez, el poderío ambiental tiene su monumento en los Jardines de la Bahía, un predio de 101 hectáreas ganadas al mar donde la tecnología se confunde con el ecosistema. Dieciocho superárboles de hierro, entre 25 y 50 metros de altura, anidan flora, fauna y una pasarela panorámica. Las estructuras recogen la energía solar para los espectáculos nocturnos de luces, a la vez que acumulan agua de lluvia para alimentar los dos invernaderos del complejo. Bajo una arquitectura de vidrio y metal se encuentran el Domo de Flores, una muestra de jardines del mundo (incluido un Palo Borracho argentino), y el Bosque de las Nubes, una selva tropical de tres pisos, con cascada y neblinas que generan su propia garúa a la tarde.

“Más allá de las regulaciones, Singapur es una sociedad tolerante”, dice Renji, representante de la comunidad malaya musulmana. De hecho, emitir un comentario racista es casi tan tabú como arrojar un papel en la vereda. El gobierno reconoce cuatro etnias que “forjaron la nación”: chinos (con el 74% de la población), indios, malayos y otros (armenios, árabes, eurasiáticos, ingleses descendientes de los colonizadores). Como un modo de respeto, en la calle las señalizaciones están en cuatro idiomas, a la vez que en las escuelas se enseña en inglés (idioma más hablado) y en la lengua materna que cada estudiante elija. La tolerancia religiosa es parte de la biodiversidad: por cada mezquita se contabiliza un templo budista y otro hindú.

A unas cuadras de Orchad Road, un famoso paseo de compras, el templo Buddist Lodge pasa inadvertido. Entre budas, sahumerios y rezos se ofrece comida vegetariana a quien la prefiera. Sin salario mínimo y sin jubilación, un 10% de la población en Singapur es pobre, por lo que es común ver una veintena de personas aceptando un plato. “Nuestro país se construyó bajo la premisa de que nada es gratis”, dice Xiao Bai, un maestro de literatura jubilado, mientras agarra una mandarina. Y agrega: “Acá no vas a ver gente con grandes títulos”.

Bai tiene razón. Singapur está entre los países mas caros y competitivos del mundo. “Estoy ocupado” es la frase que resuena y hace eco entre el verde y el mar. La depresión se registra entre las más altas del continente asiático. Será, como dicen, que el dinero y ni siquiera la naturaleza compran la felicidad. La encuesta Gallup de 2013 reveló que la sociedad más rica del mundo era, al mismo tiempo, la más infeliz.